La mañana siguiente

Me levanté al mediodía, hacía frío, mucho frío, al menos yo tenía frío. Un persistente zumbido resonaba en mis oídos, como un abejorro que se hubiera perdido buscando flores en un mar de asfalto. Al poner el pie en el baldosín del suelo sentí como si caminara sobre hielo, sentí como la planta se me dormía mientras el entumecido talón de Aquiles me molestaba al caminar hacia la sala. El cambio de habitación era agradable, pasar del frío de la baldosa al parqué de aquella más cálida estancia donde reposaban todavía los restos de la cena de la noche anterior, donde flotaba en el aire el aroma a tabaco mezclado con cerveza.

Apartando un montón de ropa sucia me hice un hueco en el sofá y me acomodé. Estiré las piernas ya que todavía me molestaba el talón, en un vano esfuerzo por desentumecerlo. Alargué mi brazo y cogí una de las latas que había sobre la pequeña mesa frente al sofá. Al dar el primer trago noté el sabor de la ceniza. Alguien, probablemente yo, había apagado dentro su cigarro. A pesar de todo me lo tragué, mala idea porque aquel asqueroso brebaje estuvo a punto de provocarme el vómito. Dejé la lata de nuevo sobre la mesa y me giré un poco para alcanzar la caja de ibuprofeno que había al lado ¿Por qué no estaba en el baño? ¿Por qué la dejé ahí ayer? Probablemente preveía la resaca que me iba a amargar la mañana. Bajo la batamanta empecé a sentirme más cómodo, el talón de aquiles empezaba a molestarme menos y un calorcito agradable me rodeaba.

Abrí los ojos de golpe, el tic tac del reloj sonaba como un martillo clavando una piqueta de acero en un muro de piedra. Contraje los hombros para hacer crujir la espalda, me había quedado dormido otra vez. ¿Cuánto había estado dormitando en el sofá? Giré la cabeza en busca del reloj que se clavaba en mis tímpanos. Las dos, casi dos horas. El ibuprofeno me había quitado el dolor de cabeza, pero mi estómago parecía decidido a digerirse a sí mismo, la acidez y la náusea se pegaban por ser la sensación dominante en mi sistema gástrico. Sentí un dolor punzante, como una puñalada dentro del estómago que me hizo doblarme. Me levanté perezosamente, era hora de comenzar a ordenar el piso, cuánto más lo demorase peor sería.

Metí en una bolsa de basura varias latas de cerveza y vacié los platos dentro también, debería reciclar pero a ciertas horas la cabeza no está para diferenciar lo orgánico de lo plástico. Los restos de ceniza fueron a parar al mismo sitio, junto a las colillas, una caja de pizza y dos grasientos envoltorios que antes contuvieron unas deliciosas raciones de pan de ajo. Llené el cubo de la fregona con agua y lejía y puse una pota al fuego con agua, recogí del suelo la ropa que había despejado del sofá y la introduje en la bolsa de basura junto al resto de los desperdicios. Puse la bolsa junto a la puerta para no olvidarme de sacarla. Me fui al cuarto trastero y cogí un viejo saco de dormir. Con esfuerzo introduje en él el cadáver desnudo que yacía en medio del salón. Una vez dentro del saco lo dejé apoyado junto a la bolsa de basura. El agua estaba a punto de hervir así que eché un buen chorro de lavavajillas sobre el charco de sangre que rodeaba al cuerpo, los quitagrasas son buenos para limpiar la sangre seca. Cuando el agua rompió a hervir apagué el fuego y retiré la pota. Vertí el agua caliente sobre aquella masa de un rojo oscuro que comenzaba a oler mal, y la mezcla de lavavajillas con agua caliente surtió el efecto deseado, haciendo un buen montón de espuma y ablandando la sangre. Una vez licuada no fue difícil fregarla y desinfectar la zona con lejía, aunque tuve que usar el nanas metálico para limpiar bien un surco que se había hecho junto a la pata de la mesa. Un día me dijeron que el agua oxigenada también iba muy bien para limpiar la sangre, pero no lo he probado.

La resaca seguía martillando mi cabeza, así que puse una lasaña congelada en el horno y mientras se hacía lavé los vasos y platos que esperaban en el fregadero. Mientras veía en la televisión la enésima reposición del capítulo de los Simpson en el que Bart se convierte en heredero de Burns me comí aquella pasta blandurria rellena de una masa rojiza con trozos de carne de algo que podría ser tanto cerdo como caballo. Me di una ducha calentita que me ayudó a despejarme y a limpiar de las uñas restos de sangre reseca. Me vestí, hice la cama y volví al sofá, donde me puse a leer un rato unos cómics de X-Men mientras escuchaba de fondo la narración de un Joventut – CAI Zaragoza, no porque tuviese interés en el baloncesto sino para evitar escuchar el ruido que hacen los vecinos por la escalera. Necesitaba hacer tiempo hasta el anochecer, hasta una hora en que la oscuridad me permitiese sacar la bolsa de basura y el cuerpo dentro del saco de dormir del piso.

Odio estos domingos de invierno en los que te levantas con resaca y un cadáver en el salón, te pasas el día con agujetas, malestar general y esperando la hora de poder deshacerte de todo. No vuelvo a beber, la última vez, lo juro, no lo vuelvo a hacer.

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