Recuerdo, hace años, que llegó mi primo Pablo a casa, a la hora de comer, y anunció “Varela quiere recuperar el festival del Mundo Celta”. Yo no tenía ni idea de qué era eso del Mundo Celta, y mi madre me explicó que entre finales de los 70 y mediados de los 80 en Ortigueira se celebraba un festival de música celta, uno de los más importantes de Europa. Me decía que las calles del pueblo se llenaban de gente de todas partes y había conciertos toda la noche, algo que a mi me sorprendía.
Pasaron los años y el festival fue creciendo. De niño no es que lo disfrutara mucho, veías a artistas callejeros haciendo malabares y a gente rara que rompía la monotonía del pueblo, y era divertido pero tampoco mucho más.
Ya en la adolescencia la cosa cambió. Aunque ya de aquella me tiraba más el rock and roll y el heavy metal, el Festival era un cúmulo de oportunidades. Podías pasarte la tarde tumbado frente al escenario Runas bebiendo cerveza mientras escuchabas a grupos noveles, podías irte a la primera fila de noche en el escenario grande, con tu garrafa de cinco litros de kalimotxo, a botar con los colegas, podías acercarte a la playa y flipar descubriendo lo que era un total territorio sin ley, podías pasear por puestos de artesanía y comprarte muñequeras de cuero y camisetas molonas, podías salir de casa y no ver las mismas caras de siempre. Algunos no valorarán estas cosas, pero con 16-17 años, en un pueblo pequeño donde generalmente te aburres como una ostra porque no hay mucho más plan que irte a echar unas canastas si no llueve (y en el Ortegal casi siempre llueve), donde nunca te gusta la música que ponen en los bares, donde la mayor parte de la gente te tacha de “raro” en el mejor de los casos, aquello era un oasis de felicidad y libertad.
Tuve la suerte de que esa edad coincidió con los años más mastodónticos del festival, entre 2001 y 2005. Cuando la asistencia andaba entre las 100000 y las 80000 personas, cuando podías disfrutar de verdaderos grupazos. En Ortigueira vi el que podría llamar “concierto de mi vida”, el de la banda de bluegrass-jazz norteamericana Bela Fleck and the Flecktones, con Victor “mr. Años 90” Wooten al bajo. Esa noche decidí que si algún día tocaba un instrumento sería el bajo. Aquel fue un conciertazo absolutamente demoledor, me voló la cabeza. Recuerdo también a otras muchas bandas que disfrutamos durante esos años, como Capercaille, Wolfstone (a los que estoy escuchando ahora mismo), Gwendal, The Chieftains, Liam O’Flynn, Alan Stivell, La Bottine Souriante, Hedningarna, Three Men and a Dog, Kepa Junkera, Fanfarria Ciorcalia, Milladoiro… hasta recuerdo ver a Carlos Núñez tocando la flauta en medio de la calle porque su actuación en el escenario principal se había cancelado por una tormenta brutal, al final todo esto también ayudaba a tener la mente más abierta musicalmente y no cerrarme a uno o dos géneros. En la calle además no parabas de ver a malabaristas y mimos, dando color a todo, y en la que hasta una vez algún grupo se aventuró a tocar “fuera de cartel” (como los locales Domine Cabra, que por cierto eran un grupazo). Y como no, el desfile de bandas de gaitas del domingo, donde agrupaciones de todo Galicia, acompañadas de bandas irlandesas y escocesas, amenizaban las mañanas de resaca… bueno, si la resaca era muy grande puede que no fuese tan ameno.
Como anécdota inolvidable, estuve a punto de echar mi primer polvo en la edición de 2001, que con 16 años era algo muy «rito iniciático». Había logrado a última hora convencer a una chica con rastas bastante lindiña, con la que había estado compartiendo litrona en la primera fila, de que su tienda era el mejor sitio para acabar la noche y yo la mejor compañía, se ve que los astros se habían alineado o que yo estaba más guapo con los rizos salpicados de vino y cocacola. La cosa estaba hecha, la conversación era fluida y las miradas y sonrisas se volvían cómplices, pero se me ocurrió la desgraciada idea de enseñarle lo que era la caña de hierbas gallega. Le compré una botella a unos pavos que pasaban por allí (sí, literalmente por el camping había gente que se paseaba vendiendo botellas y otras sustancias más ilegales) y empezamos a compartir chupitos berreando canciones de Mago de Oz… No se había ni mediado la botella cuando la pava salió de la tienda para vomitar, ahí me di cuenta de que lo del estreno en lo de la pasión y la lujuria se había ido al carajo y me fui a buscar a alguien que me pudiera vender otra botella, esta vez de agua para que la pobre chavala se pudiera hidratar y cuidarse la resaca terrible que le esperaba. Lección aprendida: el alcohol en exceso arruina la diversion, pensabas que ibas a tener la noche de tu vida y acabas sujetándole el pelo a tu amor platónico de esa noche mientras echa hasta el desayuno.
El problema del festival fue que cada vez iba más gente, pero si la afluencia al festival aumentaba en 10 o 20000 personas, la afluencia a la zona de concierto aumentaba en 1000 o 2000. La música atraía a una buena cantidad de gente, pero una masa mucho más grande venía atraída por la idea de un macrobotellón con una zona de acampada en la que se podía practicar la compra venta de drogas totalmente libre. Una organización decente habría intentado minimizar la idea de que era una fiesta para beber y habría intentado dar mayor peso a la música. Pero con un gobierno local obsesionado con la maximización de los beneficios (en alcalde de entonces, del PP, había copiado la máxima de Berlusconi de «gestionar lo público como una empresa» que tan de moda estuvo en los primeros dosmiles entre los políticos conservadores), y con el beneplácito de los comerciantes del pueblo, que veían como el festival era una gran fuente de ingresos, la idea que se reforzó fue la de «macrofiestón de alcohol y drogas con entrada libre». Incluso se llegaron a poner carpas dance con DJ en la playa y la zona del muelle, a lo rave party, para indignación tanto de los amantes del folk como de la gente que creímos que la música tenía que ser lo principal. Con los años la calidad de las bandas fue bajando, invirtiéndose más dinero en publicidad y en dar más comodidades a los campistas y menos en la música. Con el tiempo la afluencia de gente motivada por la música bajó, por el bajón en el cartel, y la de gente motivada por el botellón gigantesco comenzó a caer por cansancio, ya que se aburrieron de ir todos los años al mismo sitio. Además, los mamoneos con Antón Reixa, los derechos del nombre, y algunos experimentos que se hicieron como el año de “la limonada” con Edu Soto haciendo de El Neng de Castefa encima del escenario fueron minando la imagen del evento.
En 2007 seguía siendo un festival muy grande, pero la cosa ya decaía. Me perdí la edición de 2008 por currar ese fin de semana y la de 2009 por irme al Derrame Rock a ver a GUN y Turbonegro. En 2010 volvía, después de dos años, y me quedé picueto al ver que el primer día los cabezas de cartel eran Celtas Cortos (no me judas, satanás, que una cosa es abrirse a múltiples sonoridades y otra es traer lo que le vendan al organizador con cualquier pretexto) y que el último, en lugar de conciertos, por la tarde-noche iban a poner la final del mundial de fútbol en las pantallas gigantes.
Este año la cosa fue a peor. Llegué el viernes sobre las diez de la tarde en un bus, desde Ferrol, medio vacío. Me encontré al bajar con la cantidad de gente que solías ver llegando un jueves a la tarde hace años (cuando el festival empezaba el viernes) subiendo hacia la playa (playa por la que ni me acerqué este año). Pasada la media noche fuimos a tomar unas cañas al Caracas y no tuvimos problema para coger una mesa en la terraza. Lo poco que escuché del concierto de Berrogüeto tenía un sonido indigno de un festival de ese nombre. El sábado llegó algo más de gente, pero no creo que se superaran las 20.000, es más, sin explorar la playa yo diría que debió estar sobre las 17.000 más o menos. El jueves no pude estar, pero me comentaron que lo mejor de la noche fueron Ulträqäns. El sábado sólo vimos un rato de Luar na Lubre y aun grupo canadiense cuyo nombre no recuerdo que en los temas instrumentales se salvaban pero que en los cantados tenían un deje a The Corrs que me daba bastante mal rollito. Alguien creo que me comentó que unos tales The Elders (no los conozco y nos pilló cenando y viendo la batucada, así que me los perdí) habían estado bastante bien. Yo eché en falta, sobre todo, más bandas que animaran a la gente a saltar, a bailar. Más folk de taberna con sabor a cerveza y whisky, con voces cazallosas desde la isla esmeralda, que hasta ni en el desfile de bandas de gaitas por las calles de la mañana del domingo contó con la presencia de bandas escocesas o irlandesas. Un escenario pequeño como el runas, para tener algo que escuchar por las tardes, también se añoraba, la verdad.
En general, comentando con otros colegas habituales que han vivido tantos o más festivales que yo, el tono era el mismo: esto va a menos, esto no es lo que era, decepción enorme. El saber si el festival de Ortigueira está herido de muerte o si podrá recuperarse (pero harán falta cambios), es cuestión de tiempo. Desde luego los nuevos planes de estudio con calendario Bologna creo que hacen imperiosa la necesidad de plantear el cambio de fechas y de dirección: la fórmula está agotada, hace falta más música.
Estoy totalmente de acuerdo señor Donato, mis pensamientos expresados con las palabras necesarias. En mi opinión el mejor de los conciertos fue Rua Mcmillan, que si alguien supiera como tocaban (de la organización me refiero) estarían tocando sobre las 3 de la madrugada, y la gente disfrutaría a horrores. Esperemos que se den cuenta de que esto tiene fecha de caducidad si no son capaces de hacer cambios y lo peor es que la gente acomodada rara vez se arriesga a eso.
Un Saludo.
simplemente genial………..y 100% contigo….